lunes, 8 de diciembre de 2014

Relatos: LA DAMA DE SHANGHAI

Sigamos dándole vueltas al amor platónico. Pues perder la cabeza por por una persona, que además está totalmente fuera de tu alcance, es el clásico entre los clásicos, y da igual cuánto se escriba sobre ello que siempre nos resulta fascinante. Los afectados por este 'mal' se encuentran entonces ante la difícil tesitura de elegir seguir admirando esa imagen perfecta desde la distancia o tirarse a la piscina para hacer de esa musa algo real y tangible, pero también imperfecto y doloroso. 

En esta historia que hoy os traigo, Antoine Foulier, un anciano que aún se resiste a dejar de soñar, está decidido a conquistar a la señorita Sophie. Y, aunque su amigo Maurice no lo ve nada claro, para él, la chica es su auténtica "Dama de Shanghái".

Y claro, al igual que Rita Hayworth, es uno de esos amores platónicos por los que merece la pena arriesgarse.

* Este relato se lo quiero agradecer a Rafa, que me inculcó su pasión por el cine y los mitos de la época dorada de Hollywood, y Ángel, el cual me descubrió la canción que me acompañaría durante toda la escritura del relato.

La dama de Shanghái  Escrito en septiembre de 2014 escuchando "Shine on your crazy Diamond" de Pink Floyd.


Le gustaba su forma de tomar café. La manera en que inclinaba la taza ligeramente para beber a pequeños sorbos y como el carmín dejaba su huella en la porcelana. A los ojos de un distraído, habría podido parecer que lo hacía como cualquier otra chica, pero Antoine sabía que no era así.
Cada tarde, a la hora de salir al jardín, se dedicaba a observarla mientras ella charlaba con el resto de compañeras. A pesar de la distancia, a veces le parecía que podía notar el olor a jazmín de su pelo ondulado y escuchar su aflautada voz. En esos momentos, cerraba los ojos e imaginaba que, con sólo estirar el brazo, podría agarrarla de la cintura y hacerla bailar ante la envidiosa mirada de los otros internos.

Definitivamente, la señorita Julie era la más guapa de todas las enfermeras del Saint Patrice. Y a Antoine Foulier le había hecho perder la cabeza. “Es de las que ya no quedan” le contaba a su amigo Maurice.

— ¡Me recuerda tanto a la Hayworth! —proseguía entusiasmado. — ¿No te lo parece? ¡Pero si hasta se quita los guantes como Gilda!

Maurice, como siempre, no decía nada. Desde que se conocían no se había dignado a abrir la boca. Y, aunque aquello no era del todo del gusto de Antoine, seguía prefiriendo su compañía a la del resto de compañeros. Aún sin palabras, veía a Maurice cien veces más interesante que los otros vejestorios, unos ineptos incapaces de apreciar los encantos de la vida aunque los tuviesen ante sus narices. Y había que reconocer que sabía escuchar como ninguno.

—Amigo, estoy decidido, voy a invitarla esta noche. Estoy seguro de que no me va a rechazar. ¿Sabes por qué, Maurice?

Antoine sonrió lleno de confianza dejando a la vista unos dientes levemente torcidos y grisáceos.

—Pues, porque a diferencia de los tipos de por aquí, yo sigo siendo un caballero, de los que se visten por los pies.

Observó a Maurice esperando un gesto de aprobación, pero éste no pareció inmutarse.

—Sí, sí, vale... —continuó Antoine con tono apesadumbrado —Ya sé que ya no tengo el porte de mis mejores años. Qué te voy a contar que tú no sepas...

Era cierto que había días que ese pensamiento lo desalentaba. Y es que, a pesar de su confianza, se sabía algo mayor que la señorita Julie. Su melena oscura había palidecido hasta adquirir un tono gris ceniza y sus brazos se habían pegado tanto a sus huesos que costaba distinguir que era piel y que no, «como si todo se hubiera encogido tras un largo baño».  Pero no estaba dispuesto a tirar la toalla por nimiedades. Cada vez que se sentía en horas bajas, sólo tenía que imaginarse cogiendo su mano y se disipaban los malos pensamientos. Creía fielmente en que ella no sería una cabeza hueca a la que sólo le interesaba el músculo. Además, qué demonios, para la edad que tenía, se veía bastante bien. En todo Saint Patrice no había nadie que le pudiera hacer sombra.

Al tiempo que se vislumbraba acariciando la melena de la enfermera, el brillo volvió a aparecer en la mirada pícara de Antoine. Durante unos segundos pareció haber rejuvenecido de golpe. De un salto se puso en pie con inusitada vitalidad.

— ¡Pues aquí estamos, amigo! —gritó postrándose ante su compañero. —Esa hermosa jovencita no podrá resistirse a un hombre tan elegante como yo, ¿No lo crees?

Maurice tampoco se dignó a contestarle esta vez.

— ¡Bah! —espetó Antoine malhumorado — ¡Tú qué vas a saber! “Monsieur sabelotodo”, sólo eres un viejo chocho al que le gusta mirar por encima del hombro.

El viejo inclinó el rostro y miró desafiante a su compañero.

—Que sepas Maurice, que te lo voy a demostrar. A esta hora mañana, cuando nos veas de la mano, tendrás que tragarte tus palabras.

Con evidente enojo, Antoine comenzó a alejarse apresuradamente de su amigo. Maurice no iba a amargarle en un día tan importante. Quién se creía para tratarle con tanta condescendencia. Estaba seguro que él no había estado con una mujer en, por lo menos, veinte años. “Ese patán no es precisamente el más indicado para dar consejos de alcoba”, pensó aún enfurruñado.


"Age-Old Friends" by Alan Strakey (CC BY-ND)

De camino a la habitación, y con los ánimos más calmados, Antoine decidió que lo mejor era repasar mentalmente su plan. Aunque ya se lo sabía de memoria, no podía dejar ningún cabo suelto.
Había empezado a diseñar su estrategia hacía tres días, cuando había descubierto en el periódico de la sala común un anuncio de lo más interesante. Junto a la sección de sucesos, un anuncio a media página informaba de un ciclo en la filmoteca dedicado a Orson Welles. El mismo se inauguraba con la proyección de “La dama de Shanghái”, una de sus películas favoritas desde niño, con la bellísima Rita Hayworth haciendo que se le acelerase el corazón cada vez que aparecía en la pantalla. Pero no había sido la pelirroja actriz la que había terminado de disparar su ilusión, sino descubrir que el día previsto para el pase coincidía con el de las visitas en Saint Maurice. Sin duda era su oportunidad.

Sabía que tenía que actuar con cautela pero con decisión. El sábado vendría su hijo Diddier para sacarlo durante unas horas. Posiblemente le llevaría al hipódromo o, peor aún, a comer con su endemoniada familia en uno de esos restaurantes baratos. Normalmente, a fin de que desaconsejaran su salida, montaría un buen escándalo el día anterior. Cualquier cosa con tal de no aguantar a los salvajes de sus nietos ni a la sobona de su nuera. Pero esta vez estaba decidido a comportarse. Necesitaba salir ese fin de semana y aquella era la única manera. Tendría que aguantar unas pocas horas de anécdotas aburridas y preguntas estúpidas, pero, como siempre, más tarde o más temprano, acabarían olvidándose de él, dejándolo en una esquina a solas con sus pensamientos. En esos minutos, cuando nadie estuviese mirándolo, no le costaría mucho despistar al bobalicón de su vástago y escaparse a por un par de entradas. Y, aunque le daba algo de pena perderse la cara de tonto que pondría su hijo al darse cuenta de que había perdido al viejales de su padre, el premio valía la pena.
Sólo le quedaba poner en marcha la parte más importante de su plan. Esa noche tenía que armarse de valor e invitar a la señorita Julie.

Con la intención de encontrarse descansado, Antoine meditó que lo más prudente era echarse una pequeña siesta antes del gran momento. Le convenía tener la mente despejada para elegir las palabras adecuadas. Un último pensamiento cruzó su mente antes de cerrar los ojos: si acaban casándose, ¿quién iba a cuidar del pobre Maurice?

Cuando despertó, el día daba ya sus últimos coletazos. Desde su habitación podía escuchar como los demás residentes iban regresando lentamente a sus habitaciones. La luz iba tornando de azul a negro, y empezaban a encenderse las anaranjadas bombillas del pasillo. Era el momento que había estado esperando. Tenía que encontrar a su amada antes que el lloriqueo nocturno de alguna abuelita requiriese su presencia.

Con premura se levantó de la cama y se dirigió hacia un pequeño armario. Dentro se amontonaban pijamas de rayas y varias mudas de ropa interior. El anciano metió la mano hasta el fondo del estante de arriba y tanteó con la mano buscando agarrar algo. Tras unos instantes, sustrajo una bolsa de plástico arrugada.

—Aquí estás, arma secreta. —se dijo con seguridad —Contigo a mi lado no puedo perder.

Del interior sacó una arrugada americana de color azul marino. Con cuidado la estiró sobre la cama y le colocó bien el cuello. Miró a la prenda con satisfacción y en su rostro se dibujó una risa malévola. Aún le hacía gracia recordar lo loco que se había vuelto su hijo al no encontrarla en el perchero donde suponía que la había dejado. «Menudo zoquete esta hecho éste Diddier». Había días que Antoine no sabía si sentirse frustrado por haber criado a alguien tan poco interesante u orgulloso de haber dado al mundo un tipo del que era tan fácil reírse.

Frente al oxidado espejo de su habitación, el anciano se puso la chaqueta y echó un último vistazo a su reflejo. Ciertamente, unos pantalones a juego no habrían venido mal, pero incluso con el pijama de acompañamiento se encontraba relumbrante. Con aquel último toque se sentía rebosante de confianza.

—Mademoiselle, —recitó ante el espejo —le presento al hermano gemelo del gran Marcelo Mastroianni. Igual de galante, a la par de apuesto y, por suerte para usted, mucho menos italiano.

Su carcajada se escuchó desde el pasillo.

Unos diez minutos después el recinto parecía desierto y Antoine Foulier se encontraba frente a la enfermería. Había tenido que moverse cual felino para que ninguna de las otras enfermeras lo viera fuera de su habitación a esas horas, pero el esfuerzo estaba a punto de dar sus frutos.
La puerta estaba entreabierta y del interior provenía una tenue claridad, probablemente de una lámpara de mesa. Antoine tragó saliva y rezó para que ella no hubiese cambiado la rutina de cada día.
Al empujar la puerta la encontró.  Estaba de espaldas y no se había percatado de su presencia, por lo que Antoine se quedo contemplándola un momento. Julie Reverie colocaba con parsimonia los frascos en la alacena. Lo hacía con movimientos suaves, casi rítmicos. Él hubiese jurado que más que ordenar medicinas, estaba bailando un delicado vals.

A pesar de que podía haber seguido así durante horas, decidió que era el momento de pasar a la acción. Tenía toda la vida para mirarla.

—Disculpe... ¿señorita Reverie? —dijo con voz grave.

La joven se sobresaltó un poco y se giró rápidamente. Al ver al anciano, suspiró aliviada.

—Oh, Monsieur Foulier, menudo susto me ha pegado...

—Nada más lejos de mi intención, se lo aseguro. —dijo tratando de calmarla —Y, por favor, llámeme Antoine.

—Por supuesto Monsieur Antoine. ¿Qué puedo hacer por usted?

—En fin señorita, quería hacerle una pregunta... yo...

Empezó a notar como se le secaba la boca y le pesaban las rodillas. «Tienes que calmarte, idiota», pensó. «Es un plan perfecto, si te mantienes tranquilo todo irá como la seda».

— ¿Qué ocurre, Antoine? —le dijo ella con dulzura — ¿Se le ha olvidado la pastilla o algo?

—Qué va preciosa. —contestó algo nervioso —Estoy sano como un roble. En los años en que boxeaba me llamaban “El Cassius Clay de Nantes”, ¿sabía usted?

—Pues entonces tuvo que ser usted un buen partido. Y además, —posó la vista sobre la americana —está claro que sabe vestir. ¿Aunque no se ha puesto muy elegante para venir a la enfermería?

La señorita Julie le dedicó una amplia sonrisa y se acerco a él. Con la punta de los dedos agarró la solapa de la chaqueta de Antoine.

—Vaya, y encima es de buen corte. ¿Se casa usted y nadie me ha avisado? —preguntó burlona.

—No, no, claro que no querida — contestó él con la voz aún trabada.—No me caso... todavía.

—“Todavía” —respondió ella con cierta picardía. — ¿Y quién será la futura afortunada? ¿Madame Chambelier, o, quizás, Madame Rosseau?

—No, por dios, no diga eso. —contestó Antoine con cierta indignación —Le digo yo que esas momias, un día, en vez de cerrar la partida de bingo, cierran la caja de pino.

— ¡No sea cenizo, Antoine! No hay que reírse de esas cosas, diablillo. —Miró al techo y se acarició el pelo, oscuro como la pizarra —Yo me pondría muy triste si algo le pasara a cualquiera de ustedes.

Observando sus labios carnosos, Antoine pensó que nunca se había percatado de que, además de bonita, la señorita Julie era muy sensual. Y por si fuera poco, tenía la sensación de que estaba tonteando con él. No cabía duda. Si había un momento, era éste.

—Bueno, yo a usted la veo demasiado alegre para que sea mi funeral. Así que podemos ir descartando mi obituario ¿no cree?

—Descartado entonces, Monsieur Antoine. Pero, dígame, ¿No quería preguntarme una cosa?

Antoine sintió como los ojos color almendra de la señorita Julie le atravesaban la mente en busca de respuestas. Ya no podía retrasar la pregunta.

"Rita Hayworth" by David Zellaby (CC BY-NC-ND)

—Señorita, yo... ¿conoce usted a Rita Hayworth? —preguntó tratando de no mirarla a la cara.


—Rita Hayworth, ¿La actriz?

—Sí, esa misma. ¿La conoce?

—Claro, cómo no, ¿Qué pasa con ella?

—Bueno, Julie... —se detuvo un momento y levantó la vista para mirarla directamente —si me permite que la llame Julie, ¿Nunca le han dicho que es usted igualita a como era ella?

Aquella afirmación pilló a la chica por sorpresa, que se ruborizó al instante.

— ¿Yo? ¿A la Hayworth? No diga tonterías Antoine, pero si ella era pelirroja...

Antoine se dio cuenta que aquello había desmontado a la joven. Había conseguido que se lo tomase como un piropo. ¡Y hasta se había sonrojado! «Justo cuando creía que no podía estar más guapa».

— ¡Bah! Nimiedades —espetó él —Si ella apareciese por aquí, de seguro que se teñiría de morena con tal de parecerse usted.

—Basta Monsieur. —contestó ella, aún avergonzada. —Es muy galante de su parte, pero creo que exagera. Yo actriz, menuda tontería.

—Señorita, si usted hubiera nacido en la soleada California, seguro que tenía a los productores haciendo cola a su puerta.

—Pare, pare de una vez. —río nerviosa —Pare, por favor, no vaya yo a creérmelo.

Antoine asintió con una sonrisa y ella le devolvió el gesto.

—De todas maneras... —prosiguió ella — ¿Esa era la pregunta que quería hacerme? ¿Qué si conocía a la señorita Hayworth?

Antoine carraspeó para aclararse la voz y, decidido, agarró la mano de la señorita Julie.

—Julie, querida... el tema es que hay un ciclo el fin de semana que viene, y sería un honor para mi si usted...

La cara de la chica cambió de repente. Con brusquedad apartó la mano de Antoine.

—Espere un momento. No me estará pidiendo una cita, ¿verdad?

El anciano sintió que le temblaban las piernas.

—Yo... disculpe si le ha resultado muy atrevido.

—Lo que me resulta es tremendamente inapropiado – contestó ella enfadada.

Al ver la cara descompuesta del viejo, la joven sintió una punzada de remordimiento. Aunque la indiscreción de Antoine la había puesto especialmente nerviosa, sintió que tenía que tratar de aclarar la situación. Trató, no sin cierto esfuerzo, de poner una sonrisa.

— Discúlpeme Monsieur. Creo que he sido demasiado dura con usted. Yo entiendo que pasando tanto tiempo aquí, ustedes tiendan a cogernos cariño. Pero tiene que comprender que es sólo eso. No sería muy cristiano un tipo de encuentro como el que usted propone, ¿entiende?

—No, no se preocupe, creo que me ha entendido mal.

La chica lanzó un suspiro de alivio.

— No hay nada indecoroso en la película. —continuó el anciano. —Le aseguro que “La dama de Shanghái” nada tiene que ver con “Gilda”. Esta es de intrigas y sospechas...

En aquel momento, la joven empezó a negar con la cabeza y miró al hombre con expresión inquisidora.

— Y dale. ¿Es que no ha escuchado lo que le acabo de decir?

—No hay guantes de los que preocuparse...  —dijo él tratando de parecer gracioso.

— ¡No son los guantes lo que me preocupan! —gritó ella.

—Deje unos días para reposar la idea. Es una gran película. Y así tendrá la oportunidad de comprobar cuanto se parece a ella.

—Monsieur Antoine —prosiguió ella tratando de calmarse de nuevo —le agradezco que haya usted pensado en mi para ver a la dama esa, pero...

Antoine supo que era su última oportunidad y agarró con fuerza el brazo de la chica.

—Julie, —suplicó —yo sé que no tengo la jeta del Robert Redford ese, y que mis brazos ya no están para aguantar más de un asalto... ¡Pero le puedo asegurar que a mi lado no volverá a sentirse sola!

— ¿¡Y quién le dice a usted que yo estoy sola!? —dijo tratando de zafarse.

—Todos estamos solos hasta que encontramos a la persona adecuada, si me lo permite...

—No lo permito... ¡Ni en un millón de años!

La chica, con un enérgico tirón, consiguió que el anciano la soltase. Sólo entonces, Antoine se percató con claridad de su mirada llena de fuego. Era el momento de máxima tensión. Se preguntó si, como en las películas, era el momento de plantarle un beso en los morros y salvar la situación. «A Humphrey le funcionaba», pensó.
Mientras elucubraba su siguiente movimiento, la señorita Julie, lo apartó con el brazo y en un par de zancadas se plantó en el umbral de la puerta. Justo cuando parecía que se marchaba, se detuvo y tomó una gran bocanada de aire. Volvió a girarse y miró al hombre. El odio de sus ojos había dado paso a una mirada llena de tristeza.

—Monsieur Foulier, —dijo muy seria —siento mucho que esto esté pasando. Le aseguro que me hubiera gustado dejar pasar esta situación, pero creo que por su bien debo reportarlo a la dirección.

—Señorita, si es porque cree que ya no... Le aseguro que todavía funciono.

La mirada triste de la chica volvió a tornarse en unos ojos llenos de rabia.

— ¡Por dios, que está diciendo! —exclamó llevándose las manos a la cabeza — ¡Como puede si quiera atreverse...!

La señorita Julie salió hecha una furia por la puerta. Desde el interior de la enfermería, Antoine escuchó las maldiciones que su amada fue soltando por el pasillo. Él solo acertó a quedarse de pie observando el haz de luz que emanaba de la lamparilla de la mesa.
Un pensamiento cruzó por su frustrada mente, «Siempre nos quedará París».


"Thoughts of your future" by Martin Gommel (CC BY-NC-ND)
Cuando el reloj dio las once se apagaron las luces en el Saint Patrice. A esa hora las enfermeras ya se habían ido a sus casas, y apenas quedaban unos cuantos celadores que hacían guardia esa noche.

Uno de ellos, un tipo alto y algo entrado en kilos, paseaba por el ala sur cuando el titilar de una luz llamó a su atención. Al acercarse al cubículo encontró a un anciano teniendo una acalorada conversación con una silla vacía. Una gruesa vela en el suelo iluminaba la pequeña estancia

— ¡Ni siquiera sabía de “La dama de Shanghái”! —exclamaba Antoine — ¿Puedes creerlo Maurice?

El celador puso cara de fastidio y alumbró con su linterna al anciano. Éste tuvo que taparse la cara con el dorso de la mano.

— ¡Leñe, quiere apagar ese trasto! ¡Qué me va a dejar ciego!

— ¿No sabe que ya tenía que estar durmiendo, abuelo? — contestó el celador con tono agrio.

—Sólo es un momento, señor. Que estamos aquí mi amigo y yo discutiendo cosas importantes.

El celador miró a la silla vacía y luego volvió a mirar a Antoine.

—Si no se va a la cama por su propio pie, sepa usted que estoy autorizado a atarlo.

—Sí, si, ya voy —refunfuñó Antoine —¿Qué pasa en este sitio que ya no se puede tener ni una conversación en paz?

El celador quiso replicarle pero no encontró las palabras. En el fondo el hombre le daba pena.

—De acuerdo, abuelo. —contestó finalmente —Voy a ir hasta el final del pasillo y cuando vuelva lo quiero ver en la cama y con esa vela apagada. Que a saber de dónde la ha sacado...

—Tiene nuestra palabra señor —dijo sonriendo.

El celador bajó finalmente la linterna. Aquella situación le resultaba lo suficientemente incómoda para querer largarse de allí cuanto antes. Observando la estampa decidió que debía informar que la cantidad de Litio que se estaba administrando a Monsieur Foulier era, a su juicio, a todas luces insuficiente.

Cuando el tipo se hubo marchado del cubículo, Antoine se giró hacia la silla vacía y reanudó la conversación.

—Sabes Maurice, la señorita Julie no era para mí. Me gustan las chicas decentes, pero esta era, no sé, demasiado fría... Sí, lo sé... tenías razón. No era a ella a quien de verdad amaba.

Antoine sonrío con picardía. El brillo de la llama se reflejaba en sus pequeños ojos oscuros.

—La que realmente es preciosa es la nueva enfermera, la señorita Sophie ¿No te recuerda muchísimo a Ava Gardner?

13 comentarios:

  1. Rita, Ava, no escoge mal el viejo chiflado. A la próxima se pide a Scarlet. Gracias a ti por compartir música y relatos

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  2. Gracias a ambos. Sabéis que tanto uno como otro sois bastante responsables de mi evolución literaria. Uno me puso en el camino y el otro me ayudó a continuarlo cuando estaba cerca de abandonarlo.

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  3. Como ves, estoy releyendo tus relatos y disfrutando tanto o más que la primera vez. En este me impresiona como has retratado la personalidad de Antoines, su ingenua picardía como cuando se cree que Julie no quiere ir al cine con él porque Gilda es una película demasiado atrevida. Es un relato muy profundo porque en el fondo estás hablando de la soledad de las personas mayores. Me encanta el final, genio y figura de Antoine. Felicidades Alejandro

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  4. Aunque se que tu relato preferido, como has comentado en varias ocasiones, es “Un filete pasado”, yo quiero reivindicar este, al que yo le tengo un cariño especial. Este fue para mi el relato del descubrimiento de un tesoro. Hará cosa de un año empecé a leer los textos publicados en La Ventana, ya que yo empezaba con mis pinitos y quería ver qué escribían los demás compañeros. Al principio lo leía todo, no podía seleccionar porque no tenía un criterio formado. Unos relatos me gustaban más, otros me parecían más simples, pero no me fijaba en los autores, superado por la avalancha de nombres de compañeros desconocidos.
    Hasta que llegó ella, La Dama de Shanghai. Fue la primera vez en que, en mitad de mi lectura, me dije “Pero, esto ¿Quién lo ha escrito?”. Tuve que parar y subir al inicio del texto para ver su autor. Desde entonces te leo siempre. Y te digo que esta sensación solo me ha pasado otra vez, con la visita de Ángel Zurdo a la tienda de la calle de la Luna.

    Ayer, aprovechando que mis compañeros de desayuno no podían acompañarme, me imprimí el relato y me fui a tomar café con la Dama, ella y yo solos. El papel hace de los relatos algo corpóreo, palpable, alejado de los textos de ordenador que parecen algo frío, sin vida. Allí, con el café en una mano y el papel en la otra, volví a sentir lo mismo que la primera vez: otra vez me pareció un delicioso relato crepuscular –perdón por la cursilería – en el que no hay puntada sin hilo. El protagonista está tan bien perfilado que no hay frase que no cuadre exactamente con su personalidad, has conseguido meterte en la psicología de un anciano de tal forma que resulta sorprendente. Es más, ambos personajes, Antoine y Julie aparecen como personas creíbles, el uno hundido en una demencia que le hace mas feliz su soledad y la otra debatida entre su deber de enfermera, la compasión por el anciano y su dignidad como mujer. Al mismo tiempo, los diálogos son ágiles, el ritmo, imparable, las situaciones, perfectamente construidas y el resultado final un texto tremendamente humano.

    Como ya sabes, te lo digo como lo pienso, sin peloteos, porque pienso que el falso halago es un flaco favor.

    Gracias por tus ánimos, que me dan energía y ganas de continuar. De hecho, ayer mismo comencé a escribir un nuevo relato, después de dos meses de no hacerlo.

    Gracias igualmente por incluirme en tu círculo. Ya he comenzado a leer textos de los escritores que aparecen en él, y esto me ayuda a tener una visión más amplia.

    En cuanto a tu propuesta de escribir un texto conjunto, que sepas que lo considero un honor y estoy seguro que sería una experiencia muy interesante para mí, pero dame un poco de tiempo…te parecerá una tontería mía, pero todavía me infundes demasiado respeto…

    Un abrazo, maestro.

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    1. Rafa, macho, vas a conseguir de verdad emocionarme. Ahora que me encuentro en un momento en que mi situación personal y laboral me tiene con ganas de tirar la toalla, tus comentarios me animan a seguir, a buscar fuerzas para seguir con esto. Te lo agradezco de corazón, amigo.
      Me alegra además de sobremanera, que otro de los autores que te haya llegado sea precisamente Ángel Zurdo, amigo personal (ha sido mi jefe durante cuatro años), tipo excepcional y maestro de las letras, del que he aprendido muchísimo, desde técnica hasta humildad.
      Te agradezco especialmente tus palabras sobre este cuento. En su momento fue mi relato más largo y complicado y acabé muy orgulloso de él. Pero luego la respuesta en la ventana fue bastante fría, y eso me hizo sentir que quizá yo veía demasiado dónde había poco que destacar. Pero con palabras como las tuyas o las de Ángel y Ana, vuelvo a coger cariño a esta historia. Además ya sabes que me flipan los diálogos, y aquí pude trabajarlos con bastante amplitud.

      Por último, yo te espero con lo del escrito lo que te haga falta, aunque no tienes porque sentir ningún tipo de respeto. Más bien al revés. Decías que llevabas cuatro escritos. Yo con cuatro escritos no escribía ni la mitad de bien que tú. Es más, yo no me veo ahora ni mucho menos por encima tuya. Eres un tipo con talento, y no soy el único que lo piensa. Te falta creértelo nada más.

      Un gran abrazo, Rafa. Tu apoyo me llena de alegría. Me quedo deseando leer ya tu próximo relato.

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  5. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    1. He eliminado este comentario porque era la duplicación del anterior, publicado por error.

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  6. Una gran historia, pero como todas las que tienes. Eres uno de los escritores de por aquí al que mejor se le da meterse en la mente de cualquier personaje, sea cual sea su género o edad. Creo que me faltaba un personaje anciano, y como con los demás, lo has retratado como si fueras uno mismo. Logras transmitir con cada palabra, con cada frase. Los diálogos ágiles y creíbles, así como los dos personajes principales. Una historia que se podría llevar a la pantalla, aunque sea en forma de cortometraje. Cada escena está descrita con tanta sensibilidad, que se queda en la memoria, y estoy seguro que cuando piense en este relato, las recordaré con claridad. A pesar de tratarse de una dramática y un tanto trágica, por el rechazo de la enfermera, no logramos sentir del todo pena por el hombre, puesto con el brillante diálogo final, nos dejas claro que en realidad no estaba enamorado de ella, sino que solamente es fruto de su senilidad; eso nos hace sonreír y sentir una gran ternura por el anciano.
    He de decir, que no sé por qué, pero intuía que Maurice era imaginario, aunque me pilló por sorpresa, porque después de la aventura de Antoine casi que se me había olvidado el personaje.
    Destaco una frase que me ha hecho mucha gracia: ''Le digo yo que esas momias, un día, en vez de cerrar la partida de bingo, cierran la caja de pino.''
    Un abrazo, Compañero.

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    1. Gracias Ricardo. Aprecio enormemente tus exhaustivos análisis. Como apuntas, quizá me quedó algo cojo lo de Maurice. Supongo que me emocioné mucho con el diálogo, que es mi parte favorita.
      Un abrazo, amigo de letras.

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    2. No, no, el personaje de Maurice es imprescindible para la historia, y para entender a Antoine. No cojea.

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  7. Me has hecho querer a tu personaje, reirme con él y compadecerme de él. He leído tu relato con ganas, sin desear que acabara. Me ha gustado mucho, Alejandro, mucho.
    Por cierto, hace muchos años , me dijeron que me parecía a Madeleine Stowe. Evidentemente, el que me lo dijo, debía de ser compañero de tu prota, jajaajaja.
    Un saludico.

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    1. Muchas gracias, Sue. Son muy especiales las palabras que dices. Desear que no acabe un relato es un piropazo y te lo agradezco de corazón. Además, este relato es uno de mis favoritos, porque me dejé llevar y me esplayé muchísimo con los diálogos.
      Por cierto, sí te confundieron con la Stowe... guau, eso sí que es un piropo (seguro que merecido, jeje).
      Un abrazo, compañera.

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