lunes, 27 de octubre de 2014

Relatos: SAMMY DAVIS JR.


Buenas noches a todos. Con un poco de retraso, traigo hoy un relato que escribí hace un tiempo. Se trata de una historia de (des) amor con un pequeño toque erótico y pinceladas de la música del carismático Sammy Davis Jr. Es un relato algo diferente a lo que he publicado hasta ahora, pero en su momento tuvo buena acogida entre la gente a la que se lo pasé. Espero que a vosotros os guste, y, si no es así, sentíos libres de despellejarme en los comentarios. 

SAMMY DAVIS JR.      Escrito en noviembre de 2012 escuchando" I've gotta be me" de Sammy Davis Jr.
tiagorenata by Shiko (CC BY-NC-SA)

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ana pasaba de los treinta, pero todavía se comportaba como una niña pequeña, y, como tal, tampoco podía gritarle, por mucho que fuera lo que más me apetecía en ese momento. Si lo hubiera hecho se habría puesto a llorar como una magdalena, y lo que es peor, lo habría utilizado como argumento para su estúpida creencia. Que no la quería decía. Que sólo eran palabras. Palabras vacías. 

Levantó la vista y buscó una expresión en mi rostro que la tranquilizara, pero no la encontró. Con la tenacidad de un cazador ante su presa, noté como sus ojos claros escrutaban nerviosos algún atisbo de relajación en mis facciones, dando de bruces con la triste realidad. Yo tenía la mirada atrapada en una de las paredes, perdido entre capas de pintura mal rematada. Apretaba los dientes con fuerza, luchando por no volver la cabeza hacia ella. 



 Definitivamente, la serenidad y comprensión de la que había hecho gala hacía tan solo unos instantes se había esfumado. No era la primera vez que teníamos la misma discusión y ya me había cansado de tanta inseguridad. No me gustaba tener que justificar mi cariño a cada segundo. Claro que me gustaría poder sonreírle, decirle que todo iba a estar bien, pero ya no me salía. Además ¿De qué iba a servir? Le había prometido poco menos que el cielo y no había valido para nada. 

— Me voy a dar una vuelta – le dije con cansancio.

Como esperaba, no dijo nada. Nunca decía nada cuando salía de casa.

Mientras me alejaba de ella me fijé, ensimismado como tantas veces, en su enmarañado pelo, rojo fuego, que un día fue un fiel reflejo de la vitalidad y energía que transmitía y que ahora se veía como otra contradicción más de su rostro: ojos azules que parecían un cielo resplandeciente para una mirada gélida y vacía. Su boca, rosa y carnosa cual fruta madura trataba sin éxito de dibujar una sonrisa ausente.

Sabía que lloraría hasta quedarse sin aire, pero nunca había soportado verla de aquella manera. Se lo había dicho demasiadas veces siendo consciente de que no debía, y, por eso, siempre esperaba a que me hubiera largado para desahogarse.

En la calle seguía haciendo mucho calor. Aquel tórrido agosto parecía no acabar nunca. No ayudaba llevar puestos los pantalones largos. Los viejos vaqueros y la camisa de cuadros, mis compañeros inseparables. Junto con mi media melena alborotada y la barba mal recortada, eran mi excusa para no pensar constantemente en el inquisidor reloj que corría sin descanso. El mismo que había secuestrado nuestra juventud para no devolverla, por mucho que me empeñase en no querer verlo.


Caminando calle abajo me entretuve en observar las pocas ventanas iluminadas que encontraba a mi paso, esperando reconocer alguna silueta tras las cortinas. Los farolillos viejos, recuerdos de la feria del mes anterior, coloreaban, rojo sobre amarillo, los indiscretos balcones. Al fondo se escuchaba el mecer de las olas y las risas que provenían del bar de Lisa, que, como todas las noches, estaría a rebosar de alegres trasnochadores. El aire venía cargado de olor a sal y jazmín, dando con su brisa un breve respiro al insoportable bochorno.

Toda la calle parecía tener mejor sentido de ánimo que yo. ¡Cómo me habría gustado emborracharme con los chicos y acabar cantando hasta que no pudiésemos estar en pie! Pero Ana no se me iba de la cabeza.

Y lo peor de todo aquello es que la entendía. Estaba enfadado, pero la entendía. Seis meses sin apenas tocarnos y más aún sin devorarnos los labios. Claro que habíamos tenido alguna caricia y más de un beso en los últimos tiempos, pero aquellos habían sido de los de cortesía, un ‘buenas noches cariño’ y a la cama, y esos no contaban. En la cama, algún polvo para desquitarse, buscando bajo las sábanas un fuego que ambos sabíamos extinto. Era durante esos orgasmos forzados cuando más dolía. Supongo que se sentía demasiado absurdo el follarnos al tiempo que nos rehuíamos la mirada.

Pasaban ya más de diez años desde que nos habíamos conocido. Se dice pronto pero había sido largo, plagados de momentos duros y desagradables. No había sido así al principio, aunque supongo que siempre funciona de esa manera. Al final del día no éramos más que un tópico cualquiera. Y aún así no podía dejar de pensar en el pasado. Parecía que habían sido otros, nuestros afortunados dobles, los que se destrozaban las camisas buenas y se cargaban uno tras otro los somieres cada vez que la pasión llamaba a la puerta. Resultaba tan patético pensar en eso ahora.

Casi sin darme cuenta, me encontraba ya frente al enorme portón negro del número 17. Amenazante, ese gigante de madera me juzgaba soberbio, como si fuera un testigo privilegiado de mis pecados. Siempre que acudía a ver a Eva sabía que me iría de allí sintiéndome aún peor. La culpa me carcomería, como una rata acorralada, hasta que la última botella de ginebra consiguiera tumbarme y hacerme llegar al día siguiente.

Muchas veces me gustaba (no, necesitaba) pensar que, a lo mejor, yo no era tan malo. La culpa también era de ella: Ana se había desvelado desde el principio como una fiel defensora del sexo libre. Pose o no, la primera vez que la invité a cenar acompañó los postres con toda una declaración de intenciones. Podíamos ser amantes, compañeros o cualquier cosa que surgiera, pero me hizo prometerle que nunca dejaríamos que el aburrimiento matase lo que tuviésemos, que eso sólo le pasaba a los mediocres. Ninguno queríamos ser unos mediocres. La pelirroja tímida y enamoradiza del superior del conservatorio hablando de affaires con otras personas para mantener vivo el romance. Si se trataba de una trampa para ver si era capaz de hacerlo, había caído completamente en ella durante demasiado tiempo. Por un instante me pregunté si ahora nos vería como esos mediocres de los que tanto queríamos huir.

Subí las escaleras con premura, ansioso por llegar. Mientras lo hacía, imaginaba lo distinta que era Eva de mi mujer. El pelo rojo fuego de Ana dejaba paso a un negro carbón, y los ojos azules se tornaban cobre gastado en Eva. Pero el aparente tono apagado de sus facciones contrastaba con su vitalidad: mi joven amante era alegre, ingenua y demasiado ardiente. En la primera clase de piano ya acabamos en la cama. Le encantaba cantar, follar y todo parecía importarle una mierda. Al principio pareció un perfecto desahogo para que viera a Ana con ojos renovados al llegar a casa, que, eventualmente, se convertiría poco a poco en una cita semanal. Y, en los últimos tiempos, casi diaria.

Como muchas noches, Eva me esperaba medio desnuda, llevando tan sólo un camisón blanco translúcido que le llegaba a la mitad del muslo. Sabía que eso me excitaba. Ya no me apetecían los juegos: las cosas claras y directas estaban mejor.
Se la veía nerviosa y alegre a partes iguales. Al verme entrar por la puerta se había puesto a dar saltos de alegría por su diminuto apartamento. Estaba revuelto como casi siempre que iba a visitarla. La ropa se amontonaba en una esquina de la cama y lo que podían ser dos decenas de cigarros se desperdigaban entre el cenicero y el escritorio. Antes de que me hubiera dado tiempo ni tan siquiera a saludarla, ya se había abalanzado sobre mí y me abrazaba como si fuese un koala.

Comenzó a besarme con frenesí. Es posible que llevara esperándome durante horas y no tenía ganas ahora de tomárselo con calma. De repente se paró y me miró con los ojos muy abiertos. Nunca la había visto tan niña como en aquel momento, con una enorme sonrisa y una expresión de lo que a mí me pareció absoluta felicidad. Se inclinó sobre mí y acerco sus pequeños y finos labios al oído.


— Te he preparado una sorpresa – me susurró.

No me gustaban las sorpresas, pero no iba a parar la ilusión de la chiquilla. Me estaba jugando que se lo tomara a mal y ya había tenido suficientes discusiones por un día.

Se soltó de mí en un enérgico salto, se dio la vuelta y se dirigió al estercolero que ella llamaba sofá y en el que evitaba sentarme siempre que podía. A medio camino se paró un instante y se estiró, haciendo que el camisón se le subiera lo suficiente para que se le viera el culo. Echó la cabeza levemente hacia atrás para asegurarse de que me había percatado de tal maniobra y, al comprobar que mi vista estaba puesta en su juvenil trasero, me dedicó una tierna sonrisa. Lo cierto es que Eva, con cara de niña y un cuerpo que no podía quitarme de la cabeza, resultaba siempre un soplo de aire fresco. Con ella no había peleas, ni gritos, y si había “te quieros” los escuchaba siempre de sus labios. Yo no recordaba haberlo dicho ni una sola vez, como tampoco haber recibido reproche alguno por ello. Entonces, ¿Por qué me sentía siempre tan mal allí? El apartamento era el culmen del desorden, aunque aquello nunca me había molestado. Pero a la hora de hacer el amor…

Eva ya había encontrado lo que buscaba y se encaminaba ahora hacia la estantería. Encendió la mini cadena e introdujo lo que llevaba en la mano. Una voz honda empezó a canturrear, mientras varios chelos marcaban la suave melodía. No había duda, era él. Una punzada de angustia, sabor a reproche, me recorrió la garganta.

— He encontrado el disco que me regalaste por mi cumpleaños. El del tipo ese antiguo. ¡El negro! – Eva parecía especialmente contenta de haber redescubierto tan apreciado tesoro.

El maldito CD reproducía un viejo concierto de Sammy Davis Jr. Era el mismo que Ana me había regalado por mi cumpleaños, el cual a su vez yo le había dado a aquella niña con el fin de impresionarla. Hacía años que no lo poníamos, así que pensé que mi mujer no lo notaría ... «¿Cómo puedes ser tan desconsiderado?».

Frank y Sammy by Daniel Lobo (CC BY)

A mi mente acudió como un relámpago la imagen del pelo rojo de Ana bajo el sol abrasador.  Debía ser una tarde de lo que me pareció un antiguo verano, miles de años atrás.  Debatíamos enérgicamente, pero al contrario que en los últimos tiempos, había una sonrisa siempre asomando, con una carcajada esperando al final de la contienda. Porque siempre acabábamos riendo. Y es que, en nuestro último año de conservatorio, pasábamos las horas discutiendo sobre tal músico o tal otro. Sobre todo, nos encantaba hablar sobre el “Rat Pack”, aquel conjunto de cantantes, casi mafiosos, que triunfaba en los sesenta. Ella era más de Dean Martin y yo profesaba una infinita admiración por Sinatra. Pero los dos coincidíamos en la fascinación que nos producía Sammy, el chico negro que cantaba, bailaba y tocaba la trompeta, y además lo hacía todo bien. Éramos unos snobs en aquel entonces, aunque más tarde en mi casa, desnudos y sudorosos, ella confesaba que escuchaba a Bryan Adams cada vez que se sentía triste y yo tuve que reconocerle mi afición a bailar las canciones de Will Smith.


El cuerpo desnudo de Eva me hizo volver a la realidad. Se había quitado el camisón y me miraba con picardía. La visión de su figura, pequeña y sensual, hizo que el recuerdo de Ana se convirtiese, poco a poco, en una bruma borrosa.
Con los compases de “I’ve gotta be me”, Eva se acercaba hacía mí contoneando la cintura. La danza de apareamiento había comenzado. Entre las caderas de mi joven ninfa lo olvidaría todo por esta noche.
Eso era lo que quería, ¿por qué no podía entonces quitarme las palabras de Ana de la cabeza? «No seamos unos mediocres...» Tú eras la primera que quería esto, que hablaba de no tener ataduras como el único camino para no matar nuestro sentimiento, que reía nerviosa al hablar del tema… ¿Por qué reías? ¿De qué tenías miedo?


Pasaban las tres de la mañana cuando llegué a Casa. Abrí la puerta con determinación y vi que la puerta del cuarto estaba abierta. Ana estaba en la cama y me miraba con los ojos hinchados. El maquillaje se le había corrido por las mejillas dibujándole enormes lágrimas negras. Las de Eva habían sido verdes hacia un momento, pero no quería pensar en eso ahora.
 
— ¿Ya has vuelto? ¿Qué es lo que quieres…? – preguntó con tono seco. —Tengo mucho sueño...

Notaba como su voz temblaba. Quería parecer firme pero podía notar su miedo. Con las piernas encogidas contra su pecho, su pelo cayendo por sus hombros y la nariz roja como un pimiento, me pareció preciosa y noté como la euforia me subía por el pecho. Empecé a desabrocharme la camisa lentamente.
 
— Quiero demostrártelo.

Al cerrar la puerta de nuestra habitación, observé una pequeña curva en los labios de Ana, que creo fue una sonrisa.


9 comentarios:

  1. Precioso!!, Me sentí reflejada en cada uno de ellos. Preciosa lectura, Con ganas de más!!

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  2. Manuel Ruiz Benitez28 de octubre de 2014, 19:09

    Me ha gustado por su finura en las conversaciones con la mujer. Sigues, que ese es el camino.

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  3. Muchas gracias Daniela, es un gusto tenerte como lectora habitual. Espero que te sigan gustando las historias.

    Manuel, me hace mucha ilusión verte por el blog. Tus palabras siempre tienen un valor especial.

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  4. Sin duda, mi favorito hasta el momento de los que he leído tuyos. Una profunda visión de la naturaleza masculina, que seguramente haría rabiar a algunas feministas. Y a su vez una profunda visión de la naturaleza de la propia infidelidad, independientemente del sexo.

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  5. Gracias Carlo. Tus análisis son siempre muy certeros.

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  6. Siempre me dejas impresionada con tu talentó para plasmar la psicología de tus personajes, sus luchas internas, como en este relato, Alejandro, en el que dejas ver mucho amor pero también que este no es suficiente para la felicidad. Un beso y que tengas el mejor año de letras, felicidad y amor

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    1. Gracias Ana. Eres un apoyo constante que valoro enormemente. Te deseo también un año irrepetible.

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  7. Es impresionante la sensibilidad con la que tratas a tus personajes, así como la trama. Se nota que te gusta crear personajes, te lo tomas en serio, y lo consigues, consigues unos personajes totalmente creíbles, y unas historias tan reales como la vida misma. Una relación que se ha ido enfriando con el paso del tiempo, cada vez con más discusiones, y un hombre que se desahoga con una aventura. El cambio de pasado a presente, para contarnos cómo se conocieron, cómo empezó todo, queda muy bien integrado en la narración, gracias a tu saber hacer. Lo mejor, como ya dije en su día, es esa revelación de lo sucedido realmente en la casa de Eva, tras esa brusca elipsis (en términos cinematográficos), utilizando el color del maquillaje que relacionamos con las lágrimas de Ana. Entonces comprendemos que finalmente, y gracias a Sammy Davis Jr., nuestro protagonista recapacita y se da cuenta de lo que tiene en casa, y a la vez comprendemos por qué ese título al relato.
    Un abrazo, Compañero.

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    1. Muchas gracias Ricardo. Resulta muy reconfortante ver que un relato publicado hace casi dos años vuelve a tener un comentario. Me alegro mucho de que lo hayas disfrutado y que te haya gustado el recurso de la elípsis. A mi también es lo que más me gusta, junto con el tono erótico del apartamento de Eva. Luego el resto... a día de hoy lo habría hecho diferente, quizá menos simple, pero es lo que pasa cuando ves textos antiguos, que rara vez te gustan.
      Muchísimas gracias por todo Ricardo.
      ¡Un abrazo!

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