viernes, 28 de noviembre de 2014

Relatos: EL PASAJERO

La música como catalizador de ideas. Como resorte para que la imaginación fluya y conquiste el papel en blanco. Como auténtico inspirador en los días más grises.

Hay veces que es el relato el que te lleva a una música determinada, y ésta dota al escrito de nuevos matices. Y luego hay otras, como el que hoy os traigo, en las que la canción es la que hace nacer el cuento, enarbolando la historia e incluso convirtiéndose en un personaje más, llegando un punto en que ya no puedes separar el relato de la canción ni la canción del relato.

"Didn't need possessions anymore" by Seth Rader (CC-BY-NC-SA)
Esta historia nace a partir de la canción "The Passenger" de Iggy Pop (como siempre, para oírla, pinchad en el enlace a la derecha del título del relato). Después de haberla escuchado cientos de veces, un día la pusieron en la radio, y, sin darme cuenta me encontré imaginando a un tipo caminando al ritmo de la letra de la canción. Ese "pasajero" pronto se convertiría en Claudio Buenrostro, un personaje de Best-seller, obligado a vagar por paisajes desiertos a capricho de su creador. Y claro, como suele pasar, la trama se me fue complicando. De esa manera nació el otro lado de la historia, con Martina y Rafael Torres.

Os animo a que os embarquéis en este viaje de realidad y ficción, de ilusiones y decepciones. Como dijo Iggy, a ser el pasajero de esta historia. Y viajar, y viajar...

El pasajero             Escrito en febrero de 2012 escuchando "The Passenger" de Iggy Pop.


Llevaba en aquel lugar bastante tiempo, pero la situación aún le inquietaba. Parecía encontrarse bien de salud, no se notaba ningún dolor, ni parecía tener problemas para moverse. Intentó pensar en alguna operación compleja para cerciorarse que podía razonar con claridad. Resolver un logaritmo debería ser suficiente, por lo que se puso a elucubrar la cuenta en su cabeza. Pasado un rato llegó la conclusión de que sería incapaz de hacerlo y empezó a preocuparse. Pero, tras un angustioso momento, se acordó de que nunca había sido muy resuelto con los números, y entonces se quedó algo más tranquilo. Su necedad denotaba su estabilidad mental. Aún así no conseguía recordar cómo demonios había llegado allí. 

A su alrededor todo era un enorme páramo. De esos en los que la vista nunca alcanza a ver su final. Al norte nada, al sur nada. Aquel apabullante paisaje ni siquiera albergaba ya la hierba, sólo matojos derretidos por el inclemente sol. Claudio Buenrostro se hallaba en medio de un enorme mar amarillo sin más compañía que el mismo. Y eso le daba miedo.

Acostumbrado al ritmo frenético de la ciudad, todo le parecía pasar ahora a cámara lenta. “Un capítulo donde no pasa nada”. Caminó lo que creyó fueron varias horas por aquel paraje muerto, tratando de seguir un mismo rumbo. Varias veces le pareció ver en la lejanía algo que se movía. Pero ni siquiera el viento hacía acto de presencia, y su mente, hervida por el intenso calor, empezaba a jugar con sus emociones. Continuamente se miraba la muñeca donde tenía su antiguo reloj de pulsera, temeroso de que también hubiese empezado a derretirse como en un sueño macabro. Era un reloj muy preciado para él. Cómo no iba a serlo, si se lo había regalado el señor Torres, justo el día que habían vendido cien mil ejemplares del primer libro. Sería un complemento perfecto para la segunda parte, claro. 


“Llámame Rafa” le decía entre risas. “Que te debo más yo a ti que tú a mí”. Y Claudio se henchía de orgullo, pues no era de piedra, era un personaje con dobleces y tenía su tridimensionalidad, sus sentimientos. Sabía bien que ese reconocimiento era más importante que todos los que recibía (y no eran pocos) dentro de la novela.

Recordaba claramente la primera vez que se había visto en el prólogo de “El enigma del árbol caído”. Ya desde la primera página sentía la presión que iba a suponer llevar el peso de la historia, pero eso no hacía sino darle más emoción. Además, no le gustaba la soledad, y ser un protagonista-narrador le iba a suponer conocer un montón de gente interesante. Aunque “Rafa” no se lo había puesto muy fácil al principio, haciendo de él un arquetipo de adolescente tímido e inseguro. Pero la fortuna se había aliado con Claudio. Por casualidad había hallado el misterio que asolaba su instituto, sacándole del anonimato y rodeándolo de compinches, amoríos púberes y un buen puñado de casos que resolver.
Mientras le volvían a la memoria sus aventuras, Claudio se olvidaba momentáneamente de su agotador periplo por el yermo. En su fuero interno sentía que había sido un gran personaje. Seguía teniendo su punto cómico que hacía que la resolución de los misterios tuviera mucho de suerte, pero, lejos de continuar por una vía continuista (en la que a Claudio le hubiese tocado vivir eternamente rodeado de acné y besos furtivos), Rafael Torres había optado por hacer que la historia fuese más oscura, más adulta. Y aquello no hizo otra cosa que refrendar el éxito de la saga. En cada nuevo libro, el personaje había ido creciendo, adquiriendo una personalidad que iba evolucionando a cada año que pasaba, a cada caso que resolvía. Los giros le habían llevado por pintorescas ciudades, le habían hecho enfrentarse a grandes dilemas, ¡si incluso le había permitido montar una banda, o ser funambulista en un
"Funambulist 02" by Wiros (CC BY-SA)
circo! Y los amores, ¡ah, los amores! Mujeres bellas que perdían la cabeza por él, un flacucho de nariz aguileña y ojillos de lagartija, con un apellido lleno de sarcasmo. Por cada historia uno distinto, en la línea de los clásicos, que, para estos casos, si parecían del gusto del autor. Aunque Claudio, en secreto, siempre había anhelado que le diera continuidad a alguna de sus compañeras de aventuras. Alguna que, al acabar el epílogo, se quedara con él, y poder descubrir si había algo más allá del calentón típico que daba resolver los crímenes en pareja. 


Una sonrisa se escapó de los labios de Claudio. El bochorno apretaba cada vez más y las piernas empezaban a fallarle. Se dejó caer de rodillas y cerró los ojos. Ya no podía caminar y quería disfrutar de un último recuerdo. Por su nariz se coló un suave aroma a piel que conocía bien. Al mismo tiempo, una leve ráfaga de viento se deslizó entre sus dedos y, por un momento, creyó sentir el fresco roce de una sábana.
En aquel lugar donde ya no crecía nada, mientras el sol le quemaba las ideas, Claudio Buenrostro rememoró en su mente a Martina, su último y más preciado romance.

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Martina solía colocar las sábanas con mucho mimo. Le gustaba colgarlas en el balcón para que el aire gélido de la mañana se llevase el aroma del sueño trasnochado, una mezcla de cerveza, sexo y sudor. Luego, en su momento favorito del día, se tomaba una larga ducha, de esas en que le daba tiempo a soñar despierta.

Algunas veces se veía como una funambulista desafiando a la muerte y saliendo victoriosa. Rodeada de aplausos y miradas licenciosas se sentía hermosa de nuevo y notaba cómo las gotas de agua hervían al deslizarse por su piel. Otras veces era una muñeca atrapada en una pequeña caja que, girando infinitamente, quería gritar y no se acordaba cómo. Entonces se descubría agazapada en una esquina de la pila, llorando, el agua golpeándola como nieve dura sobre su cuerpo entumecido.

Desde hacía mucho tiempo (no quería saber cuánto) las fantasías se habían convertido en compañeras inseparables. A fin de quitarle importancia, se repetía que mucha gente buscaba consuelo a su soledad en cosas peores. El hecho de haber elegido imaginar su vida a través de trozos de otras que iba inventando, debía ser, cuanto menos, bastante original. Además, de esa manera, su estado de ánimo diario quedaba en manos casi azarosas, mientras que, si contemplaba su vida real, estaba segura que saldría siempre cruz.
Cuando salía de la ducha, ya fuera entre risas o lágrimas, solía mirarse al espejo por un buen rato. Si estaba empañado no se molestaba en frotarlo. Le gustaba la imagen borrosa que le devolvía. Así podía pensar en si misma como una anciana de pelo ralo y ojos apagados. No soportaba la idea de verse aún joven, su brillante cabello azabache ondulando sobre su cuerpo, sus menudos labios suspirando, sus caderas deseando. Verse así lo haría aún más difícil.

"Daybreak" by Katie Hollyday (CC BY-NC)
Para finalizar su ritual diario descolgaba las sábanas del balcón. Pero no las colocaba directamente sobre la cama, sino que se envolvía en ellas durante unos minutos, dejando que el olor del exterior se fundiera con el suyo. Así, al terminar de hacer la cama, siempre tenía la sensación de que parte de ella se había quedado enredado entre los hilos. Tiempo atrás pensaba que dejar su perfume en la cama era como darle un beso a su amante antes de irse a dormir. «Pobre ilusa», pensaba ahora. Y a pesar de ese pensamiento, no había dejado de hacerlo ni un sola día.

No obstante, aquella mañana al levantarse se había sentido diferente. Se había envuelto entre las sábanas con más fuerza que nunca antes, deseando disolverse como un azucarillo. La angustia le había acompañado toda la noche, y los sueños no iban a conseguir dispersarla de sus cavilaciones. Hoy tenía que abrir los ojos al mundo y aceptar lo que éste le reflejase: tenía que abandonar a Rafael.
Por supuesto que aún sentía todo por él, y así seguiría, pero ya hacía demasiado tiempo que se había dado cuenta que, a su lado, no podía ser una funambulista, ni una muñeca atrapada, ni tan siquiera hermosa. No era nada y hacía demasiado tiempo que se odiaba por ello. 



Se había enamorado joven. No era una niña ya, pero le quedaba mucho por descubrir y él ya estaba de vuelta. O al menos así lo aparentaba. Rafael Torres le resultaba tan extraño que le fascinaba. Casi siempre abstraído de todo, su personalidad cambiaba cada vez que hablaba de sus personajes. Un escritor cuarentón y con pinta de cascarrabias, que se transformaba ante sus ojos en un niño emocionado con sus juguetes nuevos. Entre las sabanas descubrirían que ambos se parecían más de lo que creían, dos inquietos soñadores a los que el mundo se les quedaba pequeño. Sabía desde el principio que para los demás no eran mas que un tópico. Mas se reía de la ignorancia de la gente, pues ella seguía emocionándose cada día al observar que, tras las barba canosa y la pose bohemia, había mucho por descubrir.
Todo fue muy rápido, “Como en las buenas historias” según él. “Y como en las malas películas” decía ella entre risas.
Durante años Martina fue el complemento perfecto de Rafael, el cual, desde un principio la dejó participar en su pasión literaria. El detalle con el que él cuidaba a sus personajes se fusionaba con la desbordante imaginación de ella. Con cada novela a la chica se le iban ocurriendo las situaciones más originales y él iba aportando más de si mismo al personaje de Claudio, convirtiéndolo en un lienzo sobre el que plasmaba la parte de su persona que encandilaba a Martina. Y Rafael fue siendo más Claudio y Claudio, Rafael, y cada día ella se iba enamorando más y más.
 
Él la animaba para que escribiese su propia novela. Le insistía una y otra vez en que tenía talento de sobra. Pero ella se resistía a abandonar las aventuras de Claudio. Incluso se atrevió a pedirle a su marido que la convirtiese en un personaje para el próximo libro. Fue así cómo Martina pasó a ser Martina Leipzig, una periodista Austriaca que compartía aventuras y romance con Claudio Buenrostro en “El lago del perdón”, el último Best-Seller de Rafael Torres.
Fue su última novela.  


Poco después, él cambió. No fue de golpe, aunque Martina lo sintió como tal. La alegría con la que inventaba y reinventaba a Claudio, había dado paso a noches interminables en blanco. La novela negra y sus queridos personajes eran ya simples naderías para el escritor. “¡Tú no lo entenderás nunca, un autor necesita reconocimiento crítico, necesita premios!” le gritaba en las noches de borrachera. “¡Soy el hazmerreír de la profesión, Martina!”

Ella ya nunca entendería que había podido pasar. Y se moría (al menos quería) un poco cada vez, viendo cómo Claudio quedaba apartado en un rincón, siendo sustituido por pedantes, snobs y ególatras. Los folios se llenaban de ideas sin cuerpo ni corazón que tanto emocionarían a los críticos pero con las que era imposible conversar… Y así, en pocos meses, Rafael dejó rápidamente de ser Claudio para parecerse, esta vez sí, al mayor tópico entre los escritores.

Aún así ella le apoyaba, una y otra vez. Se guardaba para sí lo que
"Untitled" by анна малина (CC BY-NC-SA)
realmente pensaba, y en secreto se imaginaba hablando con Claudio y le contaba lo preocupada que estaba. Ambos, mujer y personaje, llegaban siempre a la conclusión de que se echaban de menos, pero en sus largas conversaciones no hallaron la manera de hacer volver a Rafael.
Con el paso del tiempo la nostalgia de Martina hacia Claudio crecía en la misma proporción que el odio de Rafael hacia su antiguo personaje principal. “¡Si tanto te gustaba Claudio, es que estás loca!” le chillaba, “Sólo es un personaje de una novela, por dios santo”. Y ella lloraba porque se daba cuenta que su marido ya no se acordaba que un día Rafael fue Claudio y Claudio fue Rafael.
Día a día ella se fue marchitando, incapaz de devolverle la alegría, haciéndose ambos viejos a cada segundo. Durante mucho tiempo mantuvo la esperanza que Rafael sacara a Claudio de la prisión en que lo había confinado, y que con ello volviera el hombre que sabía que estaba ahí. Pero eso no ocurrió, y, por el camino, sus propias fantasías ocuparon el lugar que había quedado vacante.

La amargura al rememorar las vivencias de los últimos meses le revolvió el estómago y pensó que iba a vomitar. Con el ácido sabor en su boca y encogida entre las sábanas se sentía como una niña asustada de los monstruos. Se sentía frágil y débil, fea y torpe. No podía abandonar lo que tenía, ya no era la mujer fuerte de hace años. Con las lágrimas apunto de escaparse de los párpados, Martina sintió como le abandonaban las fuerzas. Como tantas otras veces, era el momento de volver a rendirse.
Pero justo en el momento en que empezaba a cerrar los ojos, le vino, como un flash, la escena cumbre del último capítulo de la novela. En ella Martina Leipzig salvaba a Claudio cuando este iba a ser encañonado por un antiguo soldado soviético. Él creía que la chica había sido, todo el tiempo, una simple periodista que a la hora de la verdad, al ver que la amenaza le venía grande, había salido corriendo. Pero, ante la alucinada cara del protagonista, ella desvelaba que lo había estado utilizando para sus intereses. En realidad, era una detective especialista en conflictos internacionales. Y claro, Claudio se había quedado prendado (como nunca antes) de tan salvaje partenaire, la cual había sido la más inteligente y hábil de todos los compañeros con los que había compartido aventuras.

Fue solamente un instante, pero la visión de ese momento había hecho reaccionar a Martina. Recordando la fortaleza de su personaje, sintió una euforia que llevaba años olvidada. Era fuerte, ¿cómo podía haberlo dudado? Al menos ahora lo tenía claro. Sin pensarlo dos veces saltó de la cama, agarró un papel y escribió algo en él. 

A las doce de la mañana de aquel día de abril, los vecinos se quedarían atónitos al ver salir por el portal a una chica ataviada únicamente con una sábana.
 
Cuando Rafael llegó borracho esa noche a casa no la encontró. Tampoco le dio importancia. Sólo tras pasar unos minutos se percató de que la cama no estaba hecha y que sobre ella se encontraba una nota doblada por la mitad. Al cogerla se dio cuenta que el lecho no olía como siempre. Aquello le resultó extraño. Tanto, que un sentimiento de congoja empezó a llenarle los pulmones. Lentamente abrió el papel. Sin florituras, en vulgar bolígrafo negro, se encontró el mensaje: ‘No le abandones. Dale un final digno. Te lo debes’
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Había querido llorar pero no lo había conseguido. Sobre la barra de aquel bar, tan alejado de la visión romántica de escritor maldito a lo Bukowski, Rafael Torres bebía cerveza barata en vez de Whisky. Y no hablaba con futuras musas fascinadas en él, sólo trataba de evitar que otros borrachos quisiesen entablar conversación. El tópico había huido de su lado junto a la falda de Martina y ya únicamente le quedaba la ironía, aquella que bajo la luz de neón se aliaba con el grupo que tocaba esa noche, el cual destrozaba con adolescentes gorgoritos una canción de Iggy Pop:

“Soy el pasajero
Y viajo y viajo…”

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"Desert Byway" by Bill Dickinson (CC BY-NC-ND)

EPÍLOGO
Agotado y desesperado, resignado a vagar por aquel vasto valle, Claudio había perdido la esperanza. Sólo le quedaba caminar y caminar y ya no tenía motivos para ello. Los recuerdos hacía horas que se habían desvanecido. Sin embargo, en su último aliento creyó reconocer de nuevo aquel olor. Levantó la vista, temeroso de que todo fuese un espejismo propio de un viajante en busca de un oasis. Pero, visión o no, ella estaba allí, sonriéndole. Y entonces los hierbajos muertos se esfumaron, el cielo se hizo sábana y, bajo ella, Claudio y Martina se encontraron y desanduvieron su camino.

“Viajo a través de los suburbios de la ciudad,
Veo a las estrellas salir esta noche…

Soy el pasajero”


8 comentarios:

  1. No puedo traducir en palabras lo que mi emoción ha expresado al leerlo... ¡uau!

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  2. Muchas gracias por el comentario y por el apoyo. Espero que te gusten los que vayan viniendo.

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  3. Creo que no te lo he dicho, este es uno de mis relatos tuyos favorito. La simbiosis personaje/autor, la confusión entre ambos hace que me sienta identificado. AZG

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  4. Gracias Ángel. Sabes que muchas veces compartimos estilo literario e inquietudes (y gustos musicales). Y aunque muy diferentes, cuando pienso en este relato me acuerdo del tuyo "historias que envuelven historias", será por aquello del juego a lo muñeca rusa en la que un relato enlaza con otro en un todo. Gracias por el apoyo.

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  5. Esta sí que es un relato psicológico. No sólo por la fusión de Rafael y Claudio, autor y personaje, sino por cómo Martina se relaciona con Rafael recreando a Claudio. Es un relato de gran madurez y en el que no se puede parar hasta que no llegas al final. Un beso, Alejandro y mi enhorabuena

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    1. Ana, gracias de nuevo por tu seguimiento. Ya te lo he dicho otras veces, pero tu generosidad y humildad son las más grandes que he encontrado desde que estoy en esto. Me alegra mucho que te gustara este relato. En su momento fue un experimento, y de esos relatos que no sabes ni dónde van a acabar. Sólo se me quedó la espinita de no meter diálogos (ya sabes que me encantan).

      En fin, Ana, que cien mil gracias y espero seguir viéndote por aquí. Eres muy grande, compañera.

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  6. Complicado relato narrado excelentemente, pero bueno, eso segundo estás harto de oírlo. Complicado por la relación entre autor y personaje que has sabido llevar con sencillez. Una historia que desprende una gran imaginación, no hay duda. Un escritor que escribe sobre un personaje, el cual es su propio reflejo, pero que termina por desencantarse consumido por el ego, hasta tal punto de cambiar su forma de ser y abandonar lo que tiene en la vida real. Luego nos muestras el sufrimiento de Martina, mediante la cual comprendemos todo lo sucedido, todo lo que ha ocurrido con Torres. Psicología de ambos tremenda, como siempre. Dos de las mejores cosas que se te dan son los personajes y los diálogos. En este no ha habido de estos últimos, pero aun así ha sido una lectura amena y placentera debido a tu prosa.
    Un abrazo, Compañero.

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    1. Muchas gracias Ricardo. Me alegra que lo hayas disfrutado y que hayas visto la psicología de los personajes. Te confieso que me lo pasé muy bien con este relato, porque no tenía ni idea donde iba a desembocar.
      un abrazo, compañero.

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