martes, 11 de noviembre de 2014

Relatos: DUKE ELLINGTON


"a pior banda do mundo-tá quase" by Shiko (CC BY-NC-SA)
Perseguir tus sueños. Es una frase que todos habremos oído alguna vez. Los que han tenido más suerte, quizá lo hayan hecho mientras se referían a ellos. De otros se habrán reído por el mismo motivo. Muchos habrán ido tras la estela de ese impulso incontrolable. Aún más habrán abandonado antes de intentarlo siquiera. Pero el deseo de 'algo más' lo habrán tenido (casi) todos. Y es que, el querer perseguir aquello que te llama como canto de sirena aunque no esté al final del camino recto, creo que es y ha sido siempre, innato a la condición humana.
Todo el mundo tiene sus sueños, aunque quizás aquellos de difícil alcance son los que más nos seducen en un eterno desafío platónico. Y en esas metas cuasi imposibles, muchos contamos con la suerte de que hay alguien que nos da un empujón para que el empinado camino sea más llevadero. En mi caso, tuve la inmensa fortuna de que mis padres me apoyaron cuando decidí estudiar el cine que tanto me apasionaba, el mismo que me tenía loco desde que mi tío me traía la revista "Fotogramas" y me pasaba horas leyendo sinopsis y observando planos. Y aunque ese camino no lo aproveché, de nuevo he tenido la suerte de encontrar, tras alguna que otra vuelta, un trabajo que me permite tener tiempo para desarrollar mi pasión por las historias.
Por tanto, se puede decir que aún sigo persiguiendo mis sueños, pero que el mérito de hacerlo tengo que compartirlo con bastantes manos que me han ido acompañando y guiando a lo largo de estos años. La historia que os traigo hoy es la de alguien que no tiene esa suerte, y que, aún así, está dispuesto a todo con tal de lograr su sueño. Y esos, que no tienen a nadie que les empuje por la montaña, esos son los que tienen verdadero mérito.

Embarcaos conmigo en la odisea de Sammy, el ayudante de carnicero, en esta segunda parte de las "Historias de Jazz". Si con "Coltrane" un viejo librero encontraba su inspiración a ritmo de Saxo, aquí un joven, al son de piano, convertirá la mesa de corte en un inesperado concierto.

Espero que os guste.

Duke Ellington       Escrito en Abril de 2014 escuchando "In a sentimental mood" por Duke Ellington & John Coltrane.
 
Las nubes sombrías vestían de luto todo el cielo de aquel 24 de febrero, el día que Sammy había decidido dejarlo todo y perseguir su sueño.

Esa mañana no parecía que fuese a dejar de llover. La incesante cortina de agua había vaciado la avenida principal del desfile continuo de la gente, transformando el bullicio habitual de las calles en una suerte de paisaje propio de un pueblo fantasma. A lo largo de las diferentes fachadas se podían apreciar los letreros de los comercios, que parecían ser los únicos que luchaban por acabar con la rutina cromática. Desde el pirulí blanquirrojo de la peluquería de Ana, al cartel amarillo chillón de Luis el zapatero. Sin olvidar el bermellón gastado del avión que presidía la entrada de la vieja librería ‘Barón Rojo’.


El ruido sordo de las gotas al chocar con el toldo anaranjado era lo único que rompía la monotonía en la carnicería ‘Marco & Loretta’. Sammy presentía que era el compás perfecto para improvisar sobre la nueva pieza que había estado elucubrando. Así que, aprovechando que su tío Marco había salido a hacer unos recados (o a tomar un coñac, que para él era lo mismo), con la cadencia constante de la lluvia, sacó dos enormes cuchillos del cajón y comenzó a trinchar el solomillo a ritmo de jazz.
Con cada sonido de gota, el cuchillo bajaba con fuerza sobre el cacho de carne, tintineando cuando la hoja golpeaba la tabla metálica. A pesar de sus flacuchos brazos y su pinta aniñada, Sammy se manejaba con la destreza propia de un atleta. Bajos sus rodillas, colgados de la barra de corte, tenía una ristra de tenedores trincheros que le servían de percusión cuando el ritmo de la lluvia aceleraba. En los momentos más intensos, podía sentir que la melodía cobraba vida propia, y se imaginaba que ya no cortaba carne, sino que tocaba el piano en el selecto ‘Cotton Club’ de Nueva York, rodeado de un público eufórico. Los cochinillos a la derecha, los cabritos a la izquierda y los conejos deshuesados en el palco superior.

— Hoy será el último concierto chicos. —dijo mientras repasaba la estancia con la mirada.

Sammy recordaba perfectamente cuando había entrado a trabajar en la carnicería de su tío. Al principio no le había hecho ninguna gracia, pero, como había hecho toda su vida, se acostumbró pronto. Sólo le hizo falta darle su toque personal. De esa manera, desde casi el primer momento, Sammy se hizo conocido en todo el barrio por una extravagante forma de trabajar, o, como él mismo había denominado, su ‘corte a la melodié’.

— ¿Y si en vez de un kilo de codillo le pongo dos notas de solomillo al Sí bemol? —le gustaba decir a los clientes.

Alguno había que se aventuraba a descubrir de que se trataba tan sugerente sistema, pero la mayoría solía mirarle como si acabara de encontrarse cara a cara con un marciano.
Sin dejarse amedrentar por las miradas de extrañeza, el joven aprendiz de carnicero cortaba filetes mientras tarareaba las canciones que pasaban por su cabeza, acompañando cada nota con el golpeo de los cuchillos.
Como si de un espectáculo de malabares se tratase, utilizaba también cualquier utensilio que pudiese servir a la melodía. Desde poner en marcha la cortadora de fiambre hasta golpear con una pata de cordero el cubo de basura, para estupor de los allí presentes.

“Está loco el pobre”; “Qué lástima, va al psiquiátrico de cabeza”. Los murmullos llenaban la carnicería cuando Sammy daba su particular concierto. A él no parecían molestarle. Cuando estaba con su música nada conseguía bajarle el ánimo.
Bueno, casi nada. Por desgracia para Sammy, su tío Marco no era inmune a los comentarios. Aunque casi nunca estaba en la tienda, pues el coñac requería más atenciones que una amante, siempre había alguna vecina chismosa que le iba con el cuento de que su sobrino estaba de nuevo haciendo, lo menos, ritos satánicos con la carne. Era entonces cuando el tío aparecía hecho un basilisco, con su gran mostacho negro tembloroso de rabia y su aliento a alcohol dispuesto a estrellarse contra la cara de Sammy.

—¡No se trata de entretenerlos, gandul! —le regañaba a grito pelado —Tú les das la carne, bien cortadita, una gran sonrisa y siempre un poco más de lo que pidan. ¡Qué esto no es un circo, esto es cosa seria, por el amor de Dios!

Entonces salía de la tienda, más cabreado todavía, dando un portazo en dirección de nuevo al bar, a ver si el coñac le hacía olvidar el mal rato.

Sammy respiraba cada vez que se iba. Siempre había sentido pavor a los arranques del tío Marco. Se ponía tan rojo del enfado que daba la sensación de que en su cara se podía freír un chuletón. Sólo varias copas después y una ojeada a la caja del día (si había sido buena) conseguían hacerle volver a su color natural.
Pero esa mañana, Sammy no quería pensar en el temperamento de su tío. Pronto aquello iba a importarle bien poco. Por fin hoy su suerte iba a cambiar.

Todo había empezado con una oportunidad que se le había aparecido en forma de noticia en el periódico de la semana anterior. El titular rezaba: “August Litze, famoso concertista busca nuevos talentos en la región”. Intrigado por la cabecera, siguió leyendo el artículo: “El archiconocido pianista visitará la ciudad la próxima semana con motivo de su último proyecto. Este consiste en una serie de audiciones para encontrar a un músico amateur que, según Litze, ‘no tenga ninguna formación’. El ganador podrá convertirse así en su nuevo aprendiz. Con esta maniobra, el pianista pretende demostrar que un diamante en bruto puede pulirse sin necesidad de haber estudiado anteriormente y…
Sammy no pudo seguir leyendo. Temblaba de la emoción ante tal acontecimiento. Se sintió con ganas de gritar a los cuatro vientos. No en vano era lo que llevaba esperando toda su vida y en ninguna de sus fantasías se había imaginado en mejor tesitura. Si lo conseguía, podría sustituir los gritos del tío Marco por aplausos y las reses por teclas de un piano de verdad.

"Play it again" by Jack Mallon (CC BY)
Y es que Sammy siempre había tenido pasión por el piano. Desde que, con once años, había encontrado un teclado electrónico en el contenedor de debajo de su casa, no había pasado un solo día sin imaginarse tocando el ‘Para Elisa’ de Beethoven o el ‘Nocturno’ de Chopin ante un auditorio entregado.
Cada vez que volvía a casa, aunque se encontrase agotado, pasaba horas ensayando en su viejo teclado. Al cacharro le faltaban varias teclas de su parte izquierda, por lo que todas las canciones tenía que interpretarlas con las notas más agudas. Pero eso no desalentaba a Sammy en su sueño de ser pianista. Tampoco sus redondeados dedos propios de albañil, ni el estratosférico coste que tenían los pianos de verdad, los cuales nunca podría pagar con su sueldo. Impulsado por lo que él consideraba talento natural (y que su ex novia decía que era natural tontería), pasaba las horas llenando los rincones de su mente con mil y una sinfonías, al tiempo que almacenaba denuncia tras denuncia de vecinos hartos de tanta sonata.

Lejos de desfallecer, su amor por la música se había incrementado aún más cuando, unos meses atrás, Klaus Cortender, el dueño de la librería de al lado, le había descubierto el Jazz. Él era un apasionado de John Coltrane, un saxofonista negro de Carolina. Igualmente, era uno de los pocos clientes que había disfrutado de lo lindo con el ‘corte a la melodié’ de Sammy.
Debió ser por eso que el señor Klaus, con su barba blanca de anciano y un entusiasmo propio de un adolescente, le había invitado ese mismo día a escuchar los vinilos viejos que componían su colección. Fue así como Sammy descubrió a Duke Ellington.

Era un disco del año sesenta y tres. En él, Duke y John tocaban a dúo ‘In a Sentimental Mood’, una melodía en la que el primero marcaba con el piano un ritmo pausado y el segundo, según las palabras de Klaus, se recreaba con su saxo como si se tratase de una mujer a la que hacía el amor. A Sammy, en cambio, la combinación de los dos instrumentos le hacía pensar en la imagen de una pareja besándose bajo la lluvia.
Escucharon el disco una y otra vez hasta que se hizo de noche. Para entonces, a Sammy ya se le había quedado clavada aquella música en la sien, como si se tratase de uno de sus cuchillos.
Mientras se despedían en la puerta de la librería, el joven, no sin cierta vergüenza, se atrevió a confesar a su nuevo amigo que su sueño era llegar a ser pianista y que, además, desde ese día, pianista de Jazz, como su recién adquirido ídolo Duke Ellington.
Klaus achinó los ojos y miró al joven como si estuviese escrutándolo de arriba abajo. Finalmente hizo un gesto afirmativo con la cabeza y revolvió con su mano, en un gesto cariñoso, el pelo rizado de Sammy.

— Me alegra que mis discos te hayan gustado tanto. Espero que cuando tú grabes uno vengas a escucharlo conmigo. —dijo en tono amable.

Sammy lanzó un suspiro de alivio al escuchar esas palabras. Había temido que se burlase de él como hacían los demás. Y es que, hasta esa noche, no conocía como era el viejo librero, más allá de lo que le había contado su ex novia Lucy. Ella argumentaba que el tipo no era más que un carcamal con pinta de pillo que, cada mañana en el restaurante, no paraba de mirarle el culo mientras ella le servía café. Quizás por esa historia, Sammy nunca había mostrado interés en el señor Klaus, al que creía un viejo verde sin remedio. Pero para su sorpresa, aquella noche había descubierto que aquel hombre era, posiblemente, la persona más interesante que había conocido en el pueblo.

— Yo también he disfrutado mucho Sr. Cortender —contestó Sammy.—Estoy deseando llegar a casa para practicar con el teclado.

El anciano le mostró una gran sonrisa de satisfacción. A continuación se acercó a él, le dio una palmadita en el hombro y volvió a entrar en la librería.

— Y no te olvides de hablarle a esa antigua novia tuya de tu gran amigo Klaus Cortender —Gritó desde el fondo de la tienda.

Una sonora carcajada fue lo último que Sammy escuchó del librero aquel día.


Al tiempo que terminaba de cortar el último solomillo, Sammy sonreía recordando esa noche y el rostro amable de su amigo. En los últimos días se había preguntado varias veces si habría sido capaz de tomar la decisión que estaba a punto de llevar a cabo sin las palabras que le había dedicado el viejo Klaus.
De reojo miró el calendario que estaba colgado en la pared de la carnicería. El día 24 estaba marcado en rojo. Tan solo faltaban dos horas para las pruebas. Si no salía pronto no llegaría a la ciudad a tiempo. Y el tío Marco aún no había dado señales de vida. Sammy se enfureció al recordar como se había negado a darle el día para hacer las pruebas.

— Tú lo que tienes que hacer es trabajar, gandul. —le había dicho —Y a ver si dejas ya las malditas tonterías musicales.

No era que esperase una respuesta diferente, pero a Sammy le habría gustado que, por una vez, su tío no fuera el patán que tanto se empeñaba en demostrar.
Aunque en el fondo pensaba que era mejor así. Una oportunidad como la que tenía delante bien merecía jugárselo todo a una carta. Él sabía que no había nacido para la carne, y si conseguía impresionar a Litze, podría recorrer el mundo, lejos de todo aquello, tocando hasta con las notas graves que tanto echaba de menos en el teclado.
A pesar de lo que muchos pensaban no era ningún tonto. Era consciente de la dificultad del reto y que era muy probable que fuese el que menos experiencia tendría de los candidatos. Pero tenía la esperanza de que el famoso pianista viera en él ese talento aún inexplorado. Tal era el objetivo, en teoría, de su nuevo experimento.
Duke06021965jhh01 Además, Klaus confiaba en él, y Sammy ya le había prometido asientos en primera fila para el futuro concierto homenaje que, algún día, haría a Duke Ellington. No podía fallarle. Ni al anciano, ni a él mismo. Estaba decidido a no dejar que nada lo alejara de su sueño. Tenía claro que lo iba a lograrlo.

El ruido de la puerta le sacó de sus cavilaciones. Era el tío Marco que venía acompañado de la señora Margarita, la que, según las palabras de su tío, era la más distinguida de las clientas de la carnicería. Obviamente, la señora Margarita era de las que no gustaba del ‘corte a la melodié’.
El tío Marco nunca era tan amable como cuando ella venía. Le reía todos los comentarios y le agasajaba con los piropos más variados.

—¿Han inventado una máquina del tiempo? Porque usted parece hoy veinte años más joven. —decía mientras le ayudaba a quitarse el abrigo.

A Sammy le daba cierta pena lo patético que se veía su tío piropeando a aquella momia con visón. Pensó por un instante que, si el llegase a heredar el negocio, tal vez se vería obligado a flirtear con cualquier señorona con el dinero suficiente para comprar un buen entrecot de buey. Aquella visión le hizo sentir un escalofrío, al tiempo que le dio las fuerzas que le faltaban para decirle las cosas claras al tío Marco.

—Tío… digo Jefe… Tengo algo que decirle… —su voz temblaba como una hoja.

El tío Marco ni siquiera hizo ademán de escucharle. En cambio, siguió con los piropos a la señora Margarita. Eso enfureció a Sammy. Apretó los puños y respiró muy hondo.

—¡Se acabó! ¡Lo dejo! ¡Fi-ni-tooo! —gritó Sammy con el rostro desencajado.

Su tío se giro hacia él y lo miró con los ojos como platos. Hizo un gesto de disculpa a la señora Margarita y empezó a acercarse a su sobrino con los dientes muy apretados. Su piel iba enrojeciéndose a cada paso que daba, y para cuando estuvo a su altura, Sammy ya sentía flojera en las piernas y lo veía como un gigante. Su mostacho vibraba enrabietado, como una fiera salvaje a punto de atacar.

— ¿¡Qué has dicho!? —espetó encolerizado el tío Marco.

Sammy no conseguía articular palabra. Las fuerzas que un momento antes había sentido se habían esfumado. A diferencia de él, el tío Marco parecía presa de una furia titánica. Y no le importaba que la señora Margarita estuviera presente, la cual no parecía perder detalle, disfrutando morbosamente del espectáculo.

—¡Samuel Cole! ¡Niñato desgraciado! ¡Con todo lo que he hecho por ti y así me lo pagas! —siguió gritando Marco.

Entonces alzó la mano y trató de abofetear a Sammy. Éste, ante la amenazante visión de la palma, consiguió esquivarla dando un paso atrás. Pero al apoyar el pie izquierdo, no pudo evitar resbalar y dar de bruces contra el suelo. La mala suerte quiso que, en su caída, golpeara con el codo uno de los cuchillos que estaba apoyado en la barra, el cual salió volando por los aires dando varias volteretas.
La señora Margarita perdió la sonrisa y se puso a gritar como una histérica.

Cuando el cuchillo cayó sobre su mano, Sammy ni siquiera sintió el dolor. Únicamente se le vino una pregunta a la cabeza.
«¿Aceptaría el señor Litze a un aprendiz con cuatro dedos?»


2 comentarios:

  1. Desde luego, Alejandro, cuanto más te leo, más me gustas. Tus relatos y éste en particular, no se leen sino que se viven. Se nota tu vocación cinematográfica porque éste es un magnífico corto. Me encanta el final cuando el protagonista no pierde la esperanza de cumplir su sueño. Te felicito de todo corazón. Un abrazo

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    1. Gracias mil Ana. Siempre me dio pena que este relato hiciera tan poco ruido, porque es de mis favoritos. Gracias por rescatarlo y darle una segunda vida. Nos seguimos leyendo, compañera.

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