lunes, 20 de octubre de 2014

Relatos: JOHNNY CALAVERA

Hoy os traígo un relato protagonizado por un personaje muy especial. Las peripecias de Johnny Calavera han convertido esta historia en uno de los relatos a los que tengo más cariño. Espero que lo disfrutéis tanto como lo hice yo mientras lo escribía.
"Rockabilly Skull" by inkedforlife (CC BY-NC-ND)

 Johnny Calavera
Escrito en Marzo de 2014 escuchando "The piano has been drinking" de Tom Waits.

El ejido de Saint Mittre es ahora un yermo cubierto de tierra color ceniza en la que la vida parece que hace tiempo se escabulló. Tan sólo cientos de tablones de madera apilados junto a una esquina rompen la monotonía.
Algunas noches, las fogatas provenientes de las caravanas de los gitanos, dan un toque cobre y rojizo a la triste estampa en que se ha convertido el otrora colorido paisaje. 
Pero el ejido, como casi cualquier lugar, tiene su particular oasis. Entre las pilas de maderos, amontonados como un enjambre perfecto, si se sigue por los estrechos senderos que misteriosamente se van formando, se llega a una ancha vereda. Allí no hay lugar para tonos apagados. Un tapete de espeso verdor cubre todo el área, dónde crecen flores por doquier con las pigmentaciones más variadas; amarillas o azules, rojas o moradas.
Tiempo atrás yo desconocía la existencia de la vereda. Las calaveras como yo nos esparcíamos alegremente por toda la explanada, cuando aún estaba recubierta de vida. Las charlas iban de un rincón a otro del ejido y nos animaban las horas. Hasta nos hacíamos unos sombreros de flores para las ocasiones especiales. De petunias en primavera, de margaritas en verano. En invierno, a falta de flora, nos llenábamos las cuencas de nieve y jugábamos al escondite.

Pero luego vinieron aquellos monstruosos vehículos. 

Volquetes les oí decir que se llamaban. También les escuché que a algún dirigente se le había ocurrido hacer del ejido de Saint Mittre un lugar de provecho y que nosotros, puzles óseos de los antiguos habitantes de la comarca, no éramos más que un retazo inútil de otros tiempos.
Poco después ya se habían llevado a muchos de mis camaradas. Atrás nos quedamos unos pocos, olvidados entre escombros. Al principio, seguíamos conversando, pero, al poco tiempo, cada uno de mis amigos se fue silenciando, escondiéndose, cada vez, más y más bajo tierra.
Fue así, rodeado de la más absoluta nada, cómo me quedé solo. 

Estar solo te hace buscar cualquier cosa para entretenerte. Incluso he llegado a recitar Hamlet en verso. Más de cien veces, hasta que la ironía de ser un cráneo interpretando al príncipe de Dinamarca dejó de hacerme gracia.
Alguna vez, tratando de alejar de mi pensamiento el desolador desierto que me rodeaba, busqué la manera de caer dormido y arrastrarme por un placentero sueño. Pero, por desgracia, eso nunca fue posible. Era algo que sabía cualquier calavera. Nosotras no soñamos, eso es para los vivos.
Por suerte, en un golpe de fortuna, me convertí en inesperada pelota para los muchachos que buscaban algo redondo a lo que chutar. Así que, patadón tras patadón, fui cambiando poco a poco de lugar. Hasta que, en un remate más enérgico de lo habitual, llegué a parar junto a las montañas de madera apiladas. Un par de oportunas ventiscas se encargaron de dirigirme por las sendas ocultas y terminar de acomodarme sobre el césped de la vereda.

Ahora, amanezco cada día sobre este manto de hierba fresca. Con las primeras horas de la mañana noto como el calor se cuela entre mis cavidades, sacándome el frío nocturno de la campiña francesa. Hoy ya se ha levantado un sol de justicia y los rayos se cuelan entre los huecos de la madera. Las flores responden girando lentamente sus pétalos en la búsqueda de una luz que las despierte del letargo. 

Desde aquí puedo escuchar (cada mañana, cada tarde) a los gitanos. A veces me traen alegría y, otras muchas, dolores de cabeza terribles. Pero me gusta cuando cantan. Con el sonido de sus voces y el rasgar de sus guitarras, a veces siento que vuelvo a tener unos pies bajo la cabeza que se arrancan a bailar por bulerías, como tantas veces a lo lejos les he visto hacer a ellos. En esos momentos siento que mi cráneo muestra una sonrisa. Es casi imperceptible, pero si alguien se fijase bien, a la altura de dónde una vez tuve la comisura de los labios, podría ver que la mandíbula se arquea un poco un poco hacia arriba.

La realidad es que, gracias a estas cosas, he sido feliz en la vereda durante bastante tiempo. He empezado a olvidar a las otras calaveras, el rapto de los Volquetes y mis días cubierto de polvo. Cada imagen, cada sonido, cada olor… es un espectáculo que pensé que nunca me cansaría de mirar, y sin embargo ahora… Ahora no puedo evitar sentir que todo es igual que la primavera pasada, y que la anterior, y que la anterior a ésta… 

No sé cuándo fue el momento en que empecé a cansarme. Ya he perdido la cuenta de cuántos años llevo aquí. Parecen muchos, desde luego, pero no sabría decir si han sido treinta o doscientos. No ser consciente de la noción del tiempo fue de las primeras cosas que perdí tras morir. Eso y un colmillo que me sacó un mocoso, cubierto de barro de la cabeza a los pies, para hacerse una cadena. Cuando vi su risa medio mellada, como las teclas de un piano, pensé que le habría ido mucho mejor si hubiese utilizado mi diente para su propia dentadura en vez de para un simple adorno. Aún así, a pesar de su presumible crueldad y de su evidente falta de higiene, quise gritarle (mas no supe cómo) que se quedase a pasar un rato haciéndome compañía. Pensándolo ahora, quizá mi problema es que llevo demasiado tiempo sin tener a nadie con quien charlar.

Pero este mediodía algo ha cambiado. Unos impolutos zapatos negros me han sacado de mi hibernación de aburridas flores y el mil veces ya repetido cante gitano. Son unos pequeños botines con un enorme lazo a modo de cordón. Ni siquiera los he oído acercarse, pero ya los tengo a mi lado.

El cráneo me palpita con fuerza. Ya hace mucho del último joven que, a espaldas de miradas inquisitorias, se escondió en este rincón para fumarse uno de sus primeros cigarrillos. En aquel momento traté con todas mis fuerzas de hacer algún ruido, rodar o incluso lanzarme hacia él. Cualquier cosa que se me ocurrió para llamar su atención. Pero no tuve fortuna. Con la última calada se esfumó mi esperanza de hacer un nuevo amigo. No obstante, esta vez siento que puede ser diferente. Estando tan cerca, estoy casi seguro que, sea quien sea el dueño del calzado, no habrá podido evitar fijarse en mí.

No sin cierto nerviosismo, he mirado hacia arriba buscando el rostro de mi nuevo amigo. Lo que he visto me ha sorprendido. No se trata de un adolescente con el labio roto por una pelea, ni un golfillo jugando a policías y ladrones. Ni siquiera uno de los niños gitanos cubiertos de tierra que veo otras veces a lo lejos.

Es una niña la que me mira con curiosidad mientras mueve la cabeza de un lado a otro y se rasca la cabeza. Tengo la sensación de que es la primera vez que veo una en varias décadas. Ésta no debe tener más de diez años, y por suerte no parece tenerme ningún miedo.

Aún sintiéndome embriagado por la emoción, ella me ha cogido entre sus manos y me ha colocado frente a su rostro. La primera vez que me ha mirado fijamente a las cuencas, con ojos grandes color madera, he pensado que podría ser una ensoñación proveniente del montón de vigas de pino cortado que, cansinamente, he estado observando durante años. Pero entonces ha soltado una traviesa risita, me ha apretado contra su pecho y he sentido el calor de su respiración en mi huesuda frente. Durante un minuto he tenido la impresión de que me olvidaba de todo y me entregaba, por fin, al sueño reparador que tanto llevo buscando. No sabría explicarlo, pero estoy seguro que ninguna ensoñación te hace sentir así.

Ella no ha dejado de mirarme con sumo interés. Como si mis vulgares facciones tuvieran algo extraordinario que no pudiese entender. Yo tampoco he podido dejar de observarla. Sus interminables pecas parecen un mapa que me indica el camino para perderme en sus finos labios. Creo que se ha dado cuenta, porque me ha devuelto una sonrisa. Y luego me ha agarrado entre sus brazos y hemos bailado. Una brisa me ha acariciado los huesos a cada giro. Me he sentido tan vivo que me he olvidado de que ya no tengo pies con los que seguirle el ritmo. Pero a ella eso no le importa. Me ha llevado en volandas en esta especie de vals, repleto de brincos y vueltas.

Así es mi nueva amiga, llena de la vida que yo no tengo. Con una nariz pequeñita y una risa que retumba en toda la vereda.
Dice que se llama Anna. 

Han pasado los meses, y varias primaveras han dejado paso a veranos. Anna viene a menudo. Ha empezado a llamarme Johnny Calavera. Yo no me acuerdo de cómo me llamaba, así que Johnny me va bien. Lo de calavera es demasiado obvio. Pero a Anna se lo perdono todo. Me ha dicho que con ese nombre parezco una estrella de una cosa que se llama rock. De vez en cuando arranca unas briznas de hierba y me las coloca encima, formando diferentes peinados. Dice que así sólo me falta una guitarra para estar guapísimo. He pensado que, si yo tuviera piel, ahora estaría roja como un tomate. Esta ocasión ha debido ser una de las pocas veces en que me he alegrado de ser, como también me llama ella, un ‘saco de huesos’.
Hoy me ha traído un gusano para jugar. El bicho, gordo y verde, se me ha metido por los ojos y la nariz. Hace cosquillas y se mete por cualquier rincón. Me he imaginado que tengo un pie y que lo he aplastado sin compasión. Pero estoy dispuesto a aguantar a cien mil gusanos con tal de oír las carcajadas que ella suelta cada vez que el animalejo se pasea por mi colmillo ausente.
Luego ha estado tratando de averiguar quién era yo en mi vida anterior. Ha llegado a la conclusión de que debí ser un antiguo duque de Avignon o, mejor aún, un peligroso pirata español. Lo del pirata me ha gustado. “Johnny Calavera, el pirata más sanguinario del Mediterráneo”, ha gritado mientras abordábamos a unos pobres escarabajos.


"Dreaming away" by Thomas Frost Jensen (CC BY)
Últimamente no jugamos tanto. Nos dedicamos a hablar largo y tendido. Ciertamente, con palabras sólo lo ha hecho ella. Yo, por mucho que lo he intentado, aún no he encontrado la manera de comunicarme. Aunque me encanta escuchar su voz grave con inusitados momentos aflautados, empieza a resultar muy frustrante que ella no pueda escuchar la mía.

Quiero decirle que la amo. Que amo su inocencia y su dulzura. Quiero decirle que cada noche, cuando la oscuridad enmudece todo el ejido, yo me recreo con las risas que me ha dedicado por la tarde. Y que la oscuridad parece menos fría, y las flores vuelven a ser hermosas. Y que vuelvo a tener conciencia del tiempo sólo para contar las horas hasta que vuelve.

Anna parece que me leyera el pensamiento. Me ha preguntado si he estado alguna vez enamorado. “De ti, hasta el último hueso” he querido gritarle. Ella ha dicho que todavía es muy joven, que cree que no está preparada. Es la primera vez que la he notado preocupada. Yo he querido animarla, así que le he dicho que se deje llevar, que el amor no entiende de edades, pero ella no parece que me haya escuchado, porque enseguida ha cambiado de tema y ha vuelto a sus habituales risas cándidas. 

Cuando se ha marchado me he quedado pensativo. Aunque ha crecido, Anna todavía es una niña. Es comprensible que sienta cierta inquietud. Me hubiera gustado poder hacerle ver que conmigo no tendría que preocuparse de esas cosas. Decirle que mi amor es puro, nada lascivo. Por suerte hace mucho tiempo que no tengo esos impulsos terrenales. De hecho, ya ni siquiera sé si era hombre o mujer. Tampoco soy negro ni blanco. Me he quedado en un intermedio gris. Le he cogido prestado el color al polvo y el olor a la tierra. Y Anna, mi amor no se ve, pero yo siento que es color madera, como tus ojos.


Cuando ya pensaba que no volvería a verla, Anna ha vuelto a la vereda después de mucho tiempo. No lo ha hecho sola. Cogido de la mano trae a un muchacho de cabellos dorados y labios gruesos. Su tez, casi tan blanca que parece enfermo, me hace pensar que no se trata de uno de los niños gitanos. Anna lo mira ensimismada, sin siquiera dedicarme un guiño, a pesar de que hace mucho que no nos vemos. Ella está diferente. No estoy seguro de cuantos años tendrá ahora, pero su cuerpo ha cambiado. Ahora sus formas son más redondeadas y bajo la camiseta se adivina un incipiente busto. Aún así, aún puedo reconocerla en las pecas de su rostro y en su hipnótica mirada.

Los dos se han sentado en unas tablas que han quedado separadas de la gran pila de maderos. Anna está aún más bonita que antes. No me extraña que ese tipo rubio quiera robármela.
Para mi desgracia, como si fuese un asistente una obra macabra, me ha tocado un asiento de primera fila para asistir a los intentos de seducción del muchacho.
No ha pasado un minuto y el chico ya está acariciando las piernas de Anna, que hoy sólo lleva la falda por encima de la rodilla.
Siento como mis huesos comienzan a hervir de rabia. Tengo la impresión de que podía quemar el ejido entero solo con mi ira. Tras unas breves caricias en la pierna de mi amada, el rubio acerca sus labios al rostro de ella. En ese instante deseo con todas mis fuerzas el poder tener párpados que cerrar, o, al menos, una mano con la que tapar mis cuencas.
Mientras los dos nuevos amantes estrujan sus labios en una perfecta danza, observo como la mano de él, la misma que hace unos segundos acariciaba furtivamente, avanza lentamente por la camisa de Anna. Yo, alarmado ante tal desfachatez, trato de salir volando a estamparme en la cabeza de semejante bribón. Como siempre, no tengo éxito, y la mano del mozo consigue agarrar con firmeza el pecho derecho de Anna.
Anna trata de apartar varias veces la mano de su torso, pero ésta vuelve de nuevo a la carga, en una búsqueda concienzuda por el tesoro. De repente, ella grita “¡No!”, y el mozo se detiene bruscamente. Me fijo en el rostro de mi amiga. Las lágrimas caen a ambos lados de las mejillas. Sin que él tenga tiempo de decir una sola palabra, Anna sale corriendo de la vereda entre sollozos.
La ira que sentía un momento antes se torna en una agria mezcla de dolor y satisfacción.
El joven de cabellos dorados únicamente frunce el ceño y se cruza de brazos. “Será estrecha”, se lamenta.
Yo también me lamento. Nunca antes había escuchado llorar a Anna. Ahora tenía el sonido de su llanto grabado a fuego dentro del cráneo.

Entre lágrimas, la chica ha vuelto a la vereda por última vez. Han pasado varios años y ya casi no la recordaba. Pero al verla he notado un temblor por todos mis huesos, como hacía tiempo que no sentía. Sin darme tiempo de saludarla, me ha agarrado con fuerza y me ha zarandeado de un lado a otro. Gimoteando y entre varios “por qué” me ha recriminado que sólo fuera una estúpida calavera y que no pudiera ser real.

Ante esas palabras, los recuerdos han acudido en tropel a mi memoria. Nos he visto, dos chiquillos enamorados, compartiendo juegos entre margaritas. Mi enamorada había vuelto, pero ya no se veía como antaño. He podido notar el odio en sus dientes apretados y sus ojos madera, que tan gentiles habían sido siempre, ahora se asimilan a dos cuchillos afilados dispuestos a descuartizar mi desgastada estructura ósea.
Cada segundo entre sus manos ha sido como si me estuviese aplastando contra el suelo.
Desesperado, he tratado de explicarle que soy tan real como ella y que mi amor no ha menguado con el paso de los años. Ella solo ha seguido diciendo que odiaba a todos los hombres, y que iba a volverse loca, ya que el único amigo que no había intentado hacerle daño había sido un imaginario ‘saco de huesos’.

Mientras que se ha ido alejando he seguido gritándole. Hay tantas cosas que no entiendo, tantas preguntas que quiero hacerle ¿Qué ha sido de Johnny Calavera, el pirata más sanguinario del Mediterráneo?; ¿Qué ha pasado con nuestras charlas interminables, con los bailes, con todas las risas? Al tiempo que aparecen más y más preguntas en mi cabeza voy dándome cuenta que todo lo que hemos vivido ha quedado enterrado bajo la tierra de Saint Mittre, de la misma manera que mis viejos amigos.

Viéndola salir por el sendero he tenido la certeza de que no la volveré escuchar reír. 


Y aquí me hallo, el último cadáver de Saint Mittre, solo de nuevo. Medio enterrado en la vereda de mantel verde, rodeado de preciosas e insípidas flores. Cada día tratando de no olvidar a mi gran amor, aquella chiquilla pecosa de cuyo nombre ya no consigo acordarme. 


7 comentarios:

  1. Excelente cómo das vida a un objeto inanimado y la personalidad y sentimientos que le das. Un trabajo muy bueno, Alejandro. Un saludo.

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  2. Muchas Gracias Ricardo. Para mí, Johnny es un relato especial, al que le tengo especial cariño. Me alegra que lo disfrutases.

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  3. De corazón, creo que escribes tan rematadamente bien, que podrías relatar sobre cualquier cosa que se te antojara y convertir lo más extraño, simple, mundano o complicado en una verdadera y extraordinaria experiencia narrativa, para ejemplo Johnny Calavera, relato plagado de frases y estrofas geniales, una lectura inolvidable.
    ¡Un abrazo Alejandro!

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  4. Este es uno de mis relatos favoritos de todos los que te he leído. Has construido un personaje tan maravilloso que haces que me identifique con él. Me encanta como describes cada escena!, como cuando los niños juegan al fútbol con Johnny. Te felicito, Alejandro y te mando un fuerte abrazo

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  5. Gracias Edgar y Ana. Me encanta veros por aquí.

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  6. Vaya, al mirar en tus relatos las imágenes a la hora de decantarme por uno, acudí a este imaginándome a algún joven de enorme tupé, chupa de cuero, y quizás algo de rock&roll, y me encuentro con las vivencias de una calavera. Eso ya me ha cogido por sorpresa de partida, y ha sido una perspectiva que no se encuentra fácilmente para leer.

    Como ya han mencionado por aquí, ha sido un relato con detalles interesantes, como la participación de Johnny en un partido de fútbol (aunque no del modo que le habría gustado imagino jaja), su enamoramiento de la chica, las cosquillas del gusano y algunos otros detalles. Un buen texto, que deja un triste mensaje al margen de la creciente soledad de la chica: mayor soledad es la de Johnny, condenado a vivir eternamente en aquel lugar sin encontrar su descanso final.

    ¡Un saludo!

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    1. Gracias, José Carlos, por el análisis y por el tiempo de lectura. Un saludo.

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